"...a toda aquella colección de ciegos con ojos
que no me veían a mí ni a mis deseos."
El Tambor de Hojalata
Cada vez que me acercaba a ella las montañas podían hacerse tan pequeñas como un puño de azúcar o ser tan suaves como miles de almohadas juntas. A veces con el hecho de estar a su lado el ambiente empezaba a emanar un delicioso aroma a chocolate y otras veces a fresa. Mis días tristes resplandecían con su presencia y hasta el hecho de caminar junto a ella hacia al mundo muy distinto de como lo recordaba.
No es que fuera desdichado sin ella, pero debo aceptar que llegue a pensar que estaría mejor con ella a mi lado. Y es que era una realidad, un día gané un mundial de futbol anotando de último minuto el gol del triunfo; logré obtener la mejor calificación de mi grado y una universidad extranjera me mandó una solicitud por si me interesaba; un día salvé a un hombre de ser atropellado y me gané un viaje a Canadá, que nunca hice valido pues no me gusta el clima frío. Todas y cada una de esas grandes cosas tuvieron como denominador común a la chica, siempre la misma chica, que con el tiempo opté por llamar “La niña de los sueños”. Había veces, como todo en la vida, que no me iba tan bien como yo deseaba, pero no faltaba más que hablar con ella para que cientos de mundos maravillosos se mostraran ante mí. Con ella podía viajar a donde quisiera, volar de un país a otro, nadar océanos enteros. A veces podía hasta soñar con mi futuro, mi casa pequeña pero muy familiar, me podía ver a mi mismo, sin tanto cabello y un poco más regordete, jugando con mis hijos, y parada junto a la entrada del hogar, la niña de los sueños. Tengo que aceptar que sentía un poco de vergüenza al imaginar a la niña de los sueños como la madre de mis hijos, aunque ahora que lo pienso era lógico, pues a esa edad era el único ser femenino con el que convivía aparte de mi mamá. Un día sin embargo algo cambio, no sé si fueron esos mundos, fui yo o fue ella.