miércoles, 14 de septiembre de 2011

Después


Cerca de cumplir 90 días viviendo en Cancún las cosas sólo han ido mejorando, casi al mismo tiempo que mi estabilidad emocional y a la par de la aceptación de mi soledad. Y es en este último punto  al que me quiero referir el día de hoy, a propósito de haber terminado de leer “Sputnik, mi amor” de Haruki Murakami.

Como saben cualquiera puede darle la interpretación que sea a un texto y en mi caso, esté lejos o no de casa, me da por inclinarme hacia las citas de soledad, depresión y amor. En este caso al final del libro Murakami resume muchos sentimientos y emociones que engloban, por triste que suene, lo que siento muchas veces.

Y es que los protagonistas del libro traspasan esa realidad a la que nos sometemos todos los días y entienden, qué más allá de sus deseos mortales, no hay nada. Se ven enfrentados a un vacio luego de que todo por lo que se debe y puede vivir les ha sido arrebatado. Han llegado a un punto en que permanecer vivo es más una obligación que una dicha. Y concuerdo, llega un día en que tu vida sigue en curso sólo porque no sabes cómo detenerla, o quizás sí lo sabes pero prefieres el tortuoso camino, esperando algo que quizás nunca llegue, la esperanza, dicen algunos, muere al último.

El personaje principal acepta que hay un rompimiento con su “antiguo yo” después de perder a su mejor amiga y sabe que lo que tenía en ese mundo, tan especial, sincero y honesto no lo podrá vivir con alguien más, nunca. Esta aseveración tan parca y puntual puede parecer irrisoria, pero creo que hay momentos en nuestra vida que nos marcan y desde ese momento dejamos de ser lo que alguna vez fuimos. Una decepción amorosa, el enfrentamiento a la muerte, la injustica y miles de experiencias más que pueden dar al traste con lo que creíamos y confiábamos. Hay un antes y un después. Yo estoy en el después.

Me tumbé sobre una roca plana y, mientras el viento soplaba sobre mí, contemplé los blancos templos que se dibujaban de forma vaga en la azulada penumbra. Una escena bellísima, de ensueño.

Pero yo sólo sentía una soledad profunda, indescripti­ble. Sin darme cuenta, el mundo que me rodeaba había per­dido definitivamente sus colores. Desde aquella cima mísera de ruinas vacías de sentimientos pude vislumbrar mi propia vida extendiéndose hasta un futuro remoto. Se asemejaba a las desoladas escenas de planetas deshabitados que apare­cían en las ilustraciones de las novelas de ciencia ficción que leía de pequeño. No había ninguna señal de vida. Los días eran todos terriblemente largos, la temperatura de la atmósfera era o tórrida o gélida. El vehículo que me había llevado hasta allí había desaparecido sin que yo me diera cuenta. No podía ir a ninguna otra parte. Lo único que po­día hacer era ir sobreviviendo en aquel lugar valiéndome de mis propias fuerzas...

...Al perder a Sumire, muchas cosas murieron en mi inte­rior. De la misma forma que desaparecen muchas cosas de la playa cuando se retira la marea. Lo único que me ha que­dado es un mundo deforme y vacío. Un mundo frío y te­nebroso. Las cosas que surgieron entre Sumire y yo jamás podrán renacer en ese nuevo mundo. Soy consciente de ello.


En la vida de las personas hay una cosa especial que sólo puede tenerse en una época especial. Es como una pe­queña llama. Las personas precavidas y con suerte la preservan con todo cuidado, la hacen crecer, la llevan como una antorcha que ilumine sus vidas. Pero, una vez se pierde, esa llama no puede volver a recuperarse jamás. Yo no sólo he perdido a Sumire. Junto con ella también he perdido esa preciada llama.