Cerca de cumplir 90 días viviendo en Cancún las cosas sólo
han ido mejorando, casi al mismo tiempo que mi estabilidad emocional y a la par
de la aceptación de mi soledad. Y es en este último punto al que me quiero referir el día de hoy, a propósito
de haber terminado de leer “Sputnik, mi amor” de Haruki Murakami.
Como saben cualquiera puede darle la interpretación que sea
a un texto y en mi caso, esté lejos o no de casa, me da por inclinarme hacia
las citas de soledad, depresión y amor. En este caso al final del libro
Murakami resume muchos sentimientos y emociones que engloban, por triste que
suene, lo que siento muchas veces.
Y es que los protagonistas del libro traspasan esa realidad
a la que nos sometemos todos los días y entienden, qué más allá de sus deseos
mortales, no hay nada. Se ven enfrentados a un vacio luego de que todo por lo
que se debe y puede vivir les ha sido arrebatado. Han llegado a un punto en que
permanecer vivo es más una obligación que una dicha. Y concuerdo, llega un día
en que tu vida sigue en curso sólo porque no sabes cómo detenerla, o quizás sí
lo sabes pero prefieres el tortuoso camino, esperando algo que quizás nunca
llegue, la esperanza, dicen algunos, muere al último.
El personaje principal acepta que hay un rompimiento con su “antiguo
yo” después de perder a su mejor amiga y sabe que lo que tenía en ese mundo,
tan especial, sincero y honesto no lo podrá vivir con alguien más, nunca. Esta
aseveración tan parca y puntual puede parecer irrisoria, pero creo que hay
momentos en nuestra vida que nos marcan y desde ese momento dejamos de ser lo
que alguna vez fuimos. Una decepción amorosa, el enfrentamiento a la muerte, la
injustica y miles de experiencias más que pueden dar al traste con lo que creíamos
y confiábamos. Hay un antes y un después. Yo estoy en el después.
“Me tumbé sobre una roca plana y, mientras el viento soplaba sobre mí, contemplé los blancos templos que se dibujaban de forma vaga en la azulada penumbra. Una escena
bellísima, de ensueño.
Pero yo sólo sentía una soledad profunda,
indescriptible.
Sin darme cuenta, el mundo que me rodeaba había perdido definitivamente sus colores. Desde aquella cima mísera de ruinas
vacías de sentimientos pude vislumbrar mi propia vida extendiéndose hasta un futuro remoto. Se asemejaba a las desoladas escenas de planetas deshabitados que
aparecían en las ilustraciones de las novelas de ciencia ficción que leía de pequeño. No había ninguna señal de
vida. Los días eran todos terriblemente largos, la temperatura de la
atmósfera era o tórrida o gélida. El vehículo que me había llevado hasta allí había desaparecido sin que yo me
diera cuenta. No podía ir a ninguna
otra parte. Lo único que podía hacer era ir sobreviviendo en aquel
lugar valiéndome de mis propias fuerzas...
...Al perder a Sumire, muchas cosas murieron en
mi interior. De la misma forma que desaparecen muchas cosas de la playa cuando
se retira la marea. Lo único que me ha quedado es un mundo deforme y vacío. Un
mundo frío y tenebroso. Las cosas que surgieron entre Sumire y yo jamás podrán
renacer en ese nuevo mundo. Soy consciente de ello.
En la vida de las personas hay una cosa especial que sólo puede tenerse en una época especial. Es como una pequeña llama. Las personas precavidas y con suerte la preservan con todo cuidado, la hacen crecer, la llevan como una antorcha que ilumine sus vidas. Pero, una vez se pierde, esa llama no puede volver a recuperarse jamás. Yo no sólo he perdido a Sumire. Junto con ella también he perdido esa preciada llama.”